El ojo de un lancero de Tordesillas y el mío obedecen a idénticos principios anatómicos. Él y yo vemos exactamente lo mismo al contemplar a un toro derrotado y vencido por el agotamiento y el dolor. Los dos entendemos que en tales instantes angustiosos, el animal busca inútilmente llenar sus pulmones con un oxígeno que a esas alturas ya tiñe de rojo la tierra sobre la que se derrama su sangre. Uno y otro somos conscientes de su espantosa agonía provocada por las lanzadas. Y ambos sabemos que ese toro morirá.
Pero en su caso, una estampa tan sobrecogedora le resulta fascinante, seductora, mientras que a mí lo que logra es estremecerme. Y no estamos hablando de una película o de un cuadro, en los que el horror que puedan transmitir se circunscribe al mundo de la imaginación, sino de la realidad encarnada en el padecimiento atroz y visible de un ser vivo. Con esas premisas, ¿dónde reside la diferencia entre su reacción y la mía ante semejante espectáculo?